A veces recuerdo las mañanas que compartíamos. Llorando, besándonos, amándonos, despidiéndonos. Las tardes de té y tostadas con mantequilla. Con mis labios limpiando aquello que estaba de más en los tuyos.
Cuando la noche llegaba eran mis
dedos los agradecidos. Pequeños aventureros buscando grietas suaves y ocultas.
Escalando los pequeños montes oscuros enclavados en las montañas de tus pechos.
Entre todo estaba tu risa, sensual
e inocente. Clamando porque yo fuese más que dedos. Exigiendo imperiosamente
escarbar con todo mi ser en tus temores y esperanzas. Y juntos recorrer la
escalera al cielo. Nuestro cielo, esa cama de plaza y media en la pieza del
fondo, en la casa que construimos.
Busco en
el silencio el susurro de tus recuerdos. Y en la noche necesito
recordarte como eras por las mañanas. A veces alegre, a veces triste.
Gritando por el café frío o las tostadas quemadas. Llorando por una película
rosa.
Me
abrazaba a tu cintura, mirándote callar, sin saber que decir. Sin nada que
esperar más que tus palabras. Palabras rojas y verdes. Otras azules y naranjas,
pero siempre felices. Cercanas como tus besos y casi tan delicadas como tus
pechos después de hacer el amor.
Nunca
te lloré lo suficiente, quizás por eso te recuerdo tanto. Memorias de un rostro
redondo y tierno. De unos ojos cafés esquivos y sedientos. Bendecido todo al
fin por una boca de fuentes inagotables. Limitada por tus palabras. A veces
duras, otras humildes. Y a pesar de todo, y a cuenta de nada, solo tus palabras
y tu risa eran necesarias. Y eso era suficiente.
Tu risa se hizo más melódica y
plena en la medida que tu panza crecía. Esa panza que guardó por meses al hijo.
La miraba crecer con miedo y esperanza. Y tú, con toda esa fe que nunca
entendí, me decías que ya venía el hijo, y que yo sería el mejor padre. Me
quedé con cada letra de tus palabras, porque fueron tus palabras, porque eras tú.
Ya no bebo ni fumo caños. No
salgo a discotecas. Ya no uso la PlayStation ni juego en el computador. Las
tardes que llenabas tú, hoy están repletas del trabajo de mis dedos. Esos
obreros feudales dedicados al único fin de eternizar en palabras la memoria de
tus recuerdos. Y en este sistema feudal teocéntrico el único dios no eres tú,
aunque no lo creas, es tu risa.
Tu risa era nuestro libro sagrado y
yo el Padre. Tú quizás seas el Espíritu Santo. Y nuestro hijo en su cuna
debe ser el
Hijo. El hijo que siguió vivo junto a su padre, después de aquella
tarde de primavera helada. Dos semanas después que él naciera. La misma tarde
que envejecí teniendo treinta y dos años. La tarde de tu funeral.
Por cierto, ya no como tostadas con
mantequilla, pero aún te amo.