sábado, 19 de agosto de 2023

Tostadas con mantequilla

A veces recuerdo las mañanas que compartíamos. Llorando, besándonos, amándonos, despidiéndonos. Las tardes de té y tostadas con mantequilla. Con mis labios limpiando aquello que estaba de más en los tuyos.

Cuando la noche llegaba eran mis dedos los agradecidos. Pequeños aventureros buscando grietas suaves y ocultas. Escalando los pequeños montes oscuros enclavados en las montañas de tus pechos.

Entre todo estaba tu risa, sensual e inocente. Clamando porque yo fuese más que dedos. Exigiendo imperiosamente escarbar con todo mi ser en tus temores y esperanzas. Y juntos recorrer la escalera al cielo. Nuestro cielo, esa cama de plaza y media en la pieza del fondo, en la casa que construimos.

Busco en el silencio el susurro de tus recuerdos. Y en la noche necesito recordarte como eras por las mañanas. A veces alegre, a veces triste. Gritando por el café frío o las tostadas quemadas. Llorando por una película rosa.

Me abrazaba a tu cintura, mirándote callar, sin saber que decir. Sin nada que esperar más que tus palabras. Palabras rojas y verdes. Otras azules y naranjas, pero siempre felices. Cercanas como tus besos y casi tan delicadas como tus pechos después de hacer el amor.

Nunca te lloré lo suficiente, quizás por eso te recuerdo tanto. Memorias de un rostro redondo y tierno. De unos ojos cafés esquivos y sedientos. Bendecido todo al fin por una boca de fuentes inagotables. Limitada por tus palabras. A veces duras, otras humildes. Y a pesar de todo, y a cuenta de nada, solo tus palabras y tu risa eran necesarias. Y eso era suficiente.

Tu risa se hizo más melódica y plena en la medida que tu panza crecía. Esa panza que guardó por meses al hijo. La miraba crecer con miedo y esperanza. Y tú, con toda esa fe que nunca entendí, me decías que ya venía el hijo, y que yo sería el mejor padre. Me quedé con cada letra de tus palabras, porque fueron tus palabras, porque eras tú.

Ya no bebo ni fumo caños. No salgo a discotecas. Ya no uso la PlayStation ni juego en el computador. Las tardes que llenabas tú, hoy están repletas del trabajo de mis dedos. Esos obreros feudales dedicados al único fin de eternizar en palabras la memoria de tus recuerdos. Y en este sistema feudal teocéntrico el único dios no eres tú, aunque no lo creas, es tu risa.

Tu risa era nuestro libro sagrado y yo el Padre. Tú quizás seas el Espíritu Santo. Y nuestro hijo en su cuna debe ser el Hijo. El hijo que siguió vivo junto a su padre, después de aquella tarde de primavera helada. Dos semanas después que él naciera. La misma tarde que envejecí teniendo treinta y dos años. La tarde de tu funeral.

Por cierto, ya no como tostadas con mantequilla, pero aún te amo.

domingo, 6 de agosto de 2023

Siete años

El perro ladró cuando el viento dejó de soplar. Fue la noche en que la vida surgió a la par de la sombra nocturna. El cielo brillando por las estrellas. Celosas éstas de la voz de la bella parvularia que caminaba de punta en blanco. Avanzando a través de una calle iluminada por farolas antiguas, diseñadas para ser siempre las que marcan el camino hacia un destino que se vislumbra lejano, donde se unen las calles Manso y Silva Chávez.

Más allá de esa esquina el cerro La Cruz. El lugar donde los deportistas extremos esperan conseguir triunfos y disparar las dosis de adrenalina. Extasiados en la visión de un suelo disgregado y acaparado por piedras, arena y deslizamientos ocasionales. Y tras ellos los ciclistas cayendo, siendo auxiliados por las rubias, las morenas y las dueñas de cabellos arcoíris. Llegando a socorrer el ego del amellado deportista extremo.

En el fondo de la oscura noche aun había luz. Se sentía el frio de la brisa del cercano puerto de San Antonio. Lamiendo las pieles expuestas en ese mayo que ya se vislumbraba frio y egoísta. Soplando gotas de mar apretujadas en una neblina ciega, que caminaba a tientas entre los cerros que velaban el sueño de los cuatro espíritus guerreros, muertos tal vez, olvidados sin duda, entre quebradas y árboles de lo alto de Melipilla.

Cuatro caminos al norte de Santiago y al sur de Valparaíso, donde las cosas terminaban de hacerse. Se detenía la historia y se volvía a ver a Manuel Rodríguez atravesar medio doblado, con vómitos en su manta, en un caballo alazán entrenado para hacer pasar al guerrillero por un ebrio volviendo de las casas de remolienda. Imbuido en una historia que se contaba cada día. El indómito patriota artravesando las tierras dominadas y vigiladas por criollos realistas o españoles engordados por encomiendas heredadas.

Al terminar esas cavilaciones, miré a la mujer sentada frente a mí, sonriendo y recordándome que el tiempo no existe cuando las vidas se cruzan. Ese era mi punto cero, el ni antes ni el después, el instante donde todo empezaba.

La miro y pienso que tiene el rostro que los ángeles deben tener. Cuando sonríe me hace la única persona en el mundo. No existe el fin ni el principio. No debería haber nada sentado frente a ella, pero estoy yo. Conociendo su nombre y amando su sonrisa, pero ya olvidé como se siente acariciar esos hombros y besar ese cuello. Olvidé el ansia de esperar el día y la hora para vernos.

La miro de nuevo y me contengo para no decirle que se quede sentada frente a mí, que se quede lo necesario para que pueda creer que el tiempo se detuvo. Quiero quedarme en esta mesa sentado junto a ella. Pero no se lo voy a pedir. Hemos crecido y hemos abandonado la esperanza de volver al lugar donde las esperanzas son realidades. Ese tiempo mejor que siempre ubicamos en el pasado.Cuando se quedó sentada frente a mi sin que se lo pidiera; cuando me visitó en el departamento y le ofrecí un té; cuando me faltó el valor para seguir acariciando esa rodilla y ese muslo moreno que tanto deseo.

Dejaste el trabajo, cambiaste de vida, perdiste un hijo en el vientre. Tuviste dos más. Dejaste a tu novio, con quien pensaste crear una familia. Creaste otra con alguien que te debe idolatrar como lo hice yo en tus veintes. Y hoy estas acá, sentada frente a mí, como tantas tardes. Y aun no logro poner en claro lo que quiero contigo.

No pienso en futuros eternos ni cercas blancas rodeando una gran casa a las afueras de Melipilla. Te quiero sentada aquí siempre, provocándome las ansias que tuve al acariciar por primera vez tu mano. Cuando te robé aquel beso en la estación del metro Universidad de Chile. Cuando me pasaste tu computador para formatearlo. Cuando te compré el cuadro que cuelga en el living de mi casa. Mi casa, a las afueras de la ciudad, cerca de la autopista, detrás del aeródromo donde me acompañaste. Donde nos quedamos sentados solos. Mientras mi ex polola iba con tu amiga a comprar las entradas del evento.

Te miré y rehuiste mis ojos. Y dijiste “Hace más de siete años que nos conocemos. Las amistades que pasan de los siete años es posible que sean para siempre”, y te respondí con la pregunta “¿Hemos sido amigos estos últimos siete años?” Callaste, como tantas veces, como siempre.