sábado, 12 de septiembre de 2015

Mañanas de verano

I

Como todas las mañanas de lunes, aquella también se levantó muy temprano. Tomó el bus de siempre. Tras sentarse se durmió y llegando a Santiago, al final de ese viaje, se despertó.

Con los ojos aun rojos bajó del bus. Siguió a la masa mientras esta avanzaba hacia la estación de metro, frente a la Universidad de Santiago.

Descendiendo las escaleras se descubrió entrando de lleno a la realidad. Ese día no se diferenciaba en nada de los anteriores y muy posiblemente fuese una copia de las mañanas por venir.

Las cabezas morenas, castañas y rubias mostraban las nucas cabizbajas. Los pasos de la masa eran acompasados. Ovejas vestidas de ternos y trajes, mayormente azules y grises. A veces, muy raramente, un aro o un piercing quebraban la monotonía de la uniformidad burguesa. Otras veces lo hacía una melena rastafari apelmazada. Pero, indefectiblemente, el ambiente hedía a uniformidad dictatorial.

El aire se enrarecía por el estancamiento. Los perfumes, las aguas de colonia y las lociones solo contribuían a asquear el aire viciado. Y en menor medida ocultaban los olores, cuestión que finalmente era la razón de ser de aquellos ungüentos olorosos.

Entre todos los olores uno en particular fijó su atención. No supo definir si el origen de ese aroma se hallaba atrás, adelante o a algún lado suyo. Siguió avanzando con esa inquietud. Y se dejó embargar por los recuerdos.

II

(Cuatro años antes)

La mañana que se decidió a hablarle ambos esperaba llenar sus vasos con agua caliente, para el café o el té. Primero fue el turno de él, luego le toco a ella. Esperó a que agregara café y azúcar al vaso. Entonces se ofreció a llenarlo. Ella sonrió tímidamente agradeciendo el gesto.

Él le preguntó si era primera vez que venía al curso, razón esta última que los reuniera en aquel lugar. “No, he venido a todas las clases” dijo ella, dando por concluida la conversación. Alejándose a un rincón del patio.

La miró a la distancia. Algo en esos ojos cafés llevaba a olvidar el mundo. La siguió mirando hasta notar la incomodidad de ella ante esa insistencia. Entraron al salón de clases. No hablaron más aquel día. En su mente guardó el fresco olor de su cabello.

Al transcurrir las semanas la amistad entre ambos creció. De improviso la invito a salir. Ella, notoriamente confundida, se excusó de no hacerlo. Tenía un asunto urgente que tratar. Él la hizo prometer una próxima salida. Se despidieron con besos en la cara. Tomaron direcciones distintas y se olvidaron de todo hasta el sábado siguiente.

El sábado en cuestión, como si las cosas hubiesen estado hechas para ser, salió de clases junto a ella. Con su mano apoyada en el hombro de esa morena.

Vieron una película, de la que solo el recuerdo de la risa de ella fue protagonista. Una sonrisa al caminar mientras bajaban al metro, unos ojos esquivos y el vibrante acercar a la tibieza de esos labios. En un segundo, miles de descargas eléctricas y junturas neuronales desplegaron la necesidad del beso. Pero ella detuvo en el acto el avance. Confundido la acompañó al paradero del microbús en donde se despidieron.

Dos mañanas más fueron parte de esa historia. Para la siguiente mañana ella no apareció. La siguiente tampoco. “Bueno”, pensó, “quizás el próximo sábado”. Llegó ese día y la esperanza de ver esos ojos almendrados, oscuros como aceitunas, se disolvió entre las palabras del profesor.

No la volvió a ver. Ni en los recreos o fiestas del Instituto. Tampoco supo la razón de su repentina desaparición. De todas las teorías que elucubró, ninguna daba correcta respuesta a las preguntas incesantes. Con el otoño llegó el completo retorno a clases, cuestión que diseminó las últimas esperanzas de verla.

III

(El presente)

Bajó del vagón en el momento que el recuerdo acababa. Los siseos, garabatos y empujones lo devolvieron al presente de su existencia.

Cuando por fin salió de la estación rumbo a la oficina, el mismo persistente olor a mujer lo detuvo. Como lobo que arrastra sus pasos entre la nieve invernal caminó dando empujones entre los sonámbulos. Buscando el origen del aroma.

A tres metros una figura conocida avanzaba, alejándose de él. Apuró el paso, tratando de no perder de vista a la mujer. Vestía un uniforme gris verdoso, muy ajustado, que marcaba con deliciosa impunidad sus formas. El zigzagueo de esos muslos contorneaba con delicia el trasero.

A dos pasos de ella casi alcanzándola con la mano la mujer se detuvo. El impulso que llevaba los hizo chocar. En medio de las excusas los grandes ojos de aceituna lo miraron con agrado. Al tiempo que ambos sonreían.

La ayudó a recoger lo que se había caído. Y como si fuese un sábado cualquiera, la tomó por el hombro invitándola a un café.

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