I
(El presente. Un sábado cualquiera)
Las palabras de esa carita de ángel se estancaron en su cabeza como ecos resonantes en una quebrada. Cada letra de cada frase dicha por ella retraía la mente a esa parte de la historia, donde el recuerdo del primer beso revivía los escalofríos y ansiedades de aquel momento. Y así recordó.
II
(Ocho años antes)
Caminaban por la ladera de un cerro. Un cerro
cualquiera, quizás uno de los guardianes, uno de los cuatro diablos de
Melipilla. Un día claro de finales de verano. Una mañana donde el sol
bombardeaba las pieles hasta tostarlas. Aumentando las sensaciones de los roces
casuales, llamando a repetir los roces voluntarios.
La piel de ella olía limones dulces… más bien a
naranjas aun sin madurar. Un olor a mujer definitivamente. Él la miraba
avanzar, dejándose guiar por esa carita de ángel. Cada paso era acompañado por
las palabras de ella, con trazos de su vida actual y de la pasada.
¿Cómo había llegado a ese lugar, y no
precisamente a aquel despoblado, sino a aquel momento, siguiendo esa sonrisa?
No lo sabía y sin embargo la respuesta no era importante. Al menos no tanto
como la certeza de la pregunta. Esto último cuestión que daba fondo real a esa parte
de la existencia.
El viento, a ratos fresco, daba ánimos para
seguir caminando. A lo lejos se atisbaban los árboles, destino final de la
caminata. Al llegar la conversación se volvió tensa, nerviosa, quizás buscando
excusas para el silencioso cómplice. Ella le miraba y él a su vez la recorría
una y otra vez, de arriba abajo. Con disimulo al principio, sin ninguna vergüenza
después.
Y es que las historias necesitan de tensión, y
la tensión de esa hora se ubicó en las yemas de los dedos masculinos,
recorriendo los cabellos de la mujer. La frente y la cara después, terminando
en los contornos suaves de los brazos.
“Eres cariñoso tú”, dijo
ella quizás nerviosa. Buscaba el hombre la excusa para mirar más de cerca esos
ojos limpios, de mirada confiable. Y la halló.
Entre ellos, entre sus cuerpos, el viento
fresco de la mañana se volvió más cálido. Vibraban en medio las palpitaciones y
los suspiros.
“¿Qué significa esto?”,
preguntó ella al ver acercarse los labios masculinos. Pero no hubo respuesta,
por el contrario, delicadamente besaron esos labios duros el suave rostro
femenino. Conquistando cada pulgada hasta llegar a la boca, fin último de la
búsqueda. Y ahí poco a poco la boca suave y necesaria de esa mujer cedió a la
lucha, dejándose besar.
Con independencia de las ideas las lenguas se
huían y se buscaban, dejándose morder a ratos y acariciar después. Las manos se
recorrieron al compás. Y con imperiosa necesidad se dieron a las caricias.
La tarde llegó y el día pasaba. Y el sabor de
los pechos femeninos no dejaban de ser dulces, ni esa sonrisa tranquilizadora. Los
años no borraron los recuerdos de ese día. La vida fluyó como siempre,
inconsciente y sin contemplaciones. Sin arrebatar nada a la memoria, sin
agregar nada a la desesperanza.
III
(El presente. Aún más cercano)
La vida fluye entre cafés y conversaciones. A
veces hay miedos que buscan superar las esperanzas, pero los recuerdos son
puntales que afirman la existencia, como el de esa carita de ángel desarmándose
en sus brazos. La vida pasa sin contemplaciones para el oficinista, llevándose en
torrentes los respiros. Y aun así una pregunta siempre le siguió rondando hasta
el recuento final de su existencia: ¿hubo destino en aquel encuentro? Nunca se atrevió
a responder. Nunca dejo de preguntárselo.